Ya no hay discusión, estamos en el siglo XXI. El tiempo ha resuelto el “durísimo” debate entre los que situaban su inicio el año 2000 y los que defendían el 2001.
Que haya iniciado el siglo no es sinónimo del inicio el mundo. El adanismo, idea que sostienen aquellos que consideran que el mundo empezó con él – como le ocurre a Aznar – nunca puede ser un buen punto de arranque, ni de llegada. Hay que partir de la experiencia vivida para saber que se nos puede venir encima y también lo que podemos hacer, para alcanzar lo que queremos.
Los cambios, y sobre todo la rapidez con la que se producen, están produciendo esperanza y desasosiego al mismo tiempo. Los cambios que vivimos están modificando, también, las formas de vivir, de organizar el tiempo vital, de relacionarse las personas, los valores familiares, las posibilidades en el trabajo.
Esos cambios generan zozobra y desasosiego en aquellas personas que ven ellos una amenaza y no se ven con recursos para afrontarlos, que les cambian les cambian su vida sin pedirles permiso ni darles instrumentos para gobernarlas.
Esos mismos cambios son vistos con esperanza y como una oportunidad por aquellas personas que se consideran preparadas para asumirlas.
Esas sensaciones contradictorias de desasosiego y esperanza - aunque muchas veces las sentimos todos al mismo tiempo – reflejan, a su vez, la contradicción en la que vive la sociedad. Una contradicción basada en la resistencia a cambiar - porque el futuro es incierto, diferente y duro – y la necesidad de cambiar porque como en la bicicleta, si no pedaleamos nos caemos.
Los revolucionarios franceses decían que todo cambio es progreso. La realidad nos ha demostrado que solo los cambios que han supuesto el avance en las condiciones de vida de la mayoría, merecen llamarse progreso. Nadie se atrevería a definir como progreso, el incremento de las desigualdades, la mayor concentración del poder y del dinero en cada vez menos manos.
El reto no es si cambiar o no, sino hacia donde cambiar y como cambiar. En la forma de abordarlo esta la mitad de la solución, o del agravamiento del problema.
“Cuando lo único que tenemos seguro, es que cambiaremos, se trata de dar seguridad en el cambio” afirmaba hace ya más de 20 años un dirigente de la central sindical sueca. Hoy esa afirmación sigue plenamente vigente. Aunque nunca se podrá garantizar la seguridad total, si que es posible construir un proyecto inteligente y útil que haga posible combinar modernidad y solidaridad.
Lo más inteligente y útil para que una sociedad avance es que invierta en sí misma. Que invierta en educación y solidaridad
En educación, para que las personas puedan aprovechar las potencialidades de los cambios tecnológicos y laborales, para afrontar con éxito la modernidad.
En solidaridad, para que las personas puedan arriesgarse en la seguridad de que la sociedad le ayudará a continuar esforzándose, si no le sale bien su apuesta. En solidaridad, para que se reduzca la dependencia de las personas por razones económicas o físicas y puedan desarrollar un proyecto autónomo. En solidaridad para que la sociedad no se fracture en dos.
Modernidad y solidaridad, son las dos caras de una única moneda. No hay solución al dilema si solo se utiliza uno de los dos caminos.
La solución no esta ni en la rápida carrera de los “modernos” y la modernidad, que dejan atrás “a los que no pueden seguir” – como le gusta decir al President Pujol – y que practican la caridad con ellos para acallar su mala conciencia, ni en la solidaridad sin tener presente el entorno global y globalizado en el que vivimos.
La seguridad en la gestión del cambio tiene que ver con la experiencia, pero también con la capacidad de anticipación. Ni quedarse anclado en el pasado, ni lanzarse al vacío del futurismo inconsistente. Ni conservadurismos, ni aventurismos.
¿Quién puede ofrecernos en Catalunya y en España un proyecto de modernidad solidaridaria y de solidaridad moderna?
Busque, compare y si lo encuentra, apóyelo; vale la pena. Sobre todo porque nadie se lo traerá a casa.
Que haya iniciado el siglo no es sinónimo del inicio el mundo. El adanismo, idea que sostienen aquellos que consideran que el mundo empezó con él – como le ocurre a Aznar – nunca puede ser un buen punto de arranque, ni de llegada. Hay que partir de la experiencia vivida para saber que se nos puede venir encima y también lo que podemos hacer, para alcanzar lo que queremos.
Los cambios, y sobre todo la rapidez con la que se producen, están produciendo esperanza y desasosiego al mismo tiempo. Los cambios que vivimos están modificando, también, las formas de vivir, de organizar el tiempo vital, de relacionarse las personas, los valores familiares, las posibilidades en el trabajo.
Esos cambios generan zozobra y desasosiego en aquellas personas que ven ellos una amenaza y no se ven con recursos para afrontarlos, que les cambian les cambian su vida sin pedirles permiso ni darles instrumentos para gobernarlas.
Esos mismos cambios son vistos con esperanza y como una oportunidad por aquellas personas que se consideran preparadas para asumirlas.
Esas sensaciones contradictorias de desasosiego y esperanza - aunque muchas veces las sentimos todos al mismo tiempo – reflejan, a su vez, la contradicción en la que vive la sociedad. Una contradicción basada en la resistencia a cambiar - porque el futuro es incierto, diferente y duro – y la necesidad de cambiar porque como en la bicicleta, si no pedaleamos nos caemos.
Los revolucionarios franceses decían que todo cambio es progreso. La realidad nos ha demostrado que solo los cambios que han supuesto el avance en las condiciones de vida de la mayoría, merecen llamarse progreso. Nadie se atrevería a definir como progreso, el incremento de las desigualdades, la mayor concentración del poder y del dinero en cada vez menos manos.
El reto no es si cambiar o no, sino hacia donde cambiar y como cambiar. En la forma de abordarlo esta la mitad de la solución, o del agravamiento del problema.
“Cuando lo único que tenemos seguro, es que cambiaremos, se trata de dar seguridad en el cambio” afirmaba hace ya más de 20 años un dirigente de la central sindical sueca. Hoy esa afirmación sigue plenamente vigente. Aunque nunca se podrá garantizar la seguridad total, si que es posible construir un proyecto inteligente y útil que haga posible combinar modernidad y solidaridad.
Lo más inteligente y útil para que una sociedad avance es que invierta en sí misma. Que invierta en educación y solidaridad
En educación, para que las personas puedan aprovechar las potencialidades de los cambios tecnológicos y laborales, para afrontar con éxito la modernidad.
En solidaridad, para que las personas puedan arriesgarse en la seguridad de que la sociedad le ayudará a continuar esforzándose, si no le sale bien su apuesta. En solidaridad, para que se reduzca la dependencia de las personas por razones económicas o físicas y puedan desarrollar un proyecto autónomo. En solidaridad para que la sociedad no se fracture en dos.
Modernidad y solidaridad, son las dos caras de una única moneda. No hay solución al dilema si solo se utiliza uno de los dos caminos.
La solución no esta ni en la rápida carrera de los “modernos” y la modernidad, que dejan atrás “a los que no pueden seguir” – como le gusta decir al President Pujol – y que practican la caridad con ellos para acallar su mala conciencia, ni en la solidaridad sin tener presente el entorno global y globalizado en el que vivimos.
La seguridad en la gestión del cambio tiene que ver con la experiencia, pero también con la capacidad de anticipación. Ni quedarse anclado en el pasado, ni lanzarse al vacío del futurismo inconsistente. Ni conservadurismos, ni aventurismos.
¿Quién puede ofrecernos en Catalunya y en España un proyecto de modernidad solidaridaria y de solidaridad moderna?
Busque, compare y si lo encuentra, apóyelo; vale la pena. Sobre todo porque nadie se lo traerá a casa.
Article publicat a la Revista AQUI